Así se denomina al experimento realizado en 1924 en la fábrica Hawthorne, ubicada en las afueras de Chicago. Consistió en observar qué efecto tenía en la productividad de las trabajadoras aumentar o reducir la iluminación. Para ello se formó un grupo experimental y otro de control; el primero fue expuesto a diferentes intensidades de iluminación, mientras que el de control trabajaba bajo una intensidad fija. Los ingenieros esperaban que la producción estuviera directamente relacionada con la intensidad de la luz. Pero los resultados fueron sorprendentes: al aumentar la intensidad de la luz en el grupo experimental (mientras que permanecía constante en el control), se vio que la producción aumentaba en ambos grupos. Más tarde, empezaron a bajar la intensidad en el grupo experimental (los investigadores cambiaban las bombillas de luz diariamente a los ojos de las trabajadoras de este grupo, y se les decía que las nuevas bombillas eléctricas eran incluso más brillantes -cuando en realidad eran de menor intensidad que el grupo control-) y, sorprendentemente, vieron que la producción seguía aumentando más en ambos grupos. Esta aparente paradoja se definió años más tarde como efecto Hawthorne, que consiste en una mejoría de la variable estudiada como consecuencia del mero seguimiento, por el estímulo motivacional que éste supone; las trabajadoras se sentían “importantes” al formar parte del estudio y les agradaba la atención que recibían durante el mismo. Las trabajadoras no reaccionaban a los cambios en la iluminación, ni de ningún otro tipo, sino que estaban reaccionando ante el hecho de que alguien les estaba prestando atención. En otras palabras, rendían más porque se sentían observadas. Se demostró así que el rendimiento dependía más de lo humano (motivación, relaciones interpersonales, participación en el diseño del puesto, autogestión) que de lo técnico (luminosidad, horarios, control, ubicación).